Sueño con viajar y con viajes que ya he hecho y, mientras llegan los nuevos, trabajo en mi tienda Mi Piel. Me llamo Clara y vamos a pasar un montón de momentos juntos.
No te voy a mentir. Reconozco que siento un poco de vértigo en las piernas. 276 metros me separan del suelo, apenas alcanzo a distinguir si los de allí abajo son niños, adultos o ancianos. Supongo que aquella que imagino correr con un equilibrio cuestionable es una niña; no creo que tenga más de 4 años. Quién sabe, desde allí arriba la realidad es engañosa, cualquier cosa que piense ahora es poco fiable.
Lo que sí puedo ver a la perfección, aunque tenga los ojos medio cerrados por el viento que me abofetea la cara, es ese río enorme por el que circulan cruceros, barcos y barcazas. Es primera hora de la mañana y algunos de ellos se ven divididos entre la claridad de un amanecer parisino y la sombra de los edificios a los que aún no pega el Sol. Ahora que me fijo en los edificios, veo que tal como me había dicho mi amiga Sofia,”sus tejados de zinc, pizarra y teja, son espectaculares”. No sé por qué esta situación me lleva al suspiro más peliculero y a cerrar los ojos esperando algo, quién sabe qué. El viento ya no me molesta… pero sí una mano que me tira de la bufanda.
Despertador. ¡Maldita sea! ¿Ya? Por qué siempre me tengo que quedar con alguna curiosidad sin resolver. ¿Quién y por qué me tiraban de la bufanda? ¿Se me habría caído algo al suelo? Sería un niño confundiendo la bufanda de una desconocida con la “bufanda de mamá”. ¡Qué más da! Estoy muy lejos de París.
¡Arriba Clara! Con el frío que hace los músculos se me vuelven más lentos y lo que antes hacía en treinta minutos ahora me lleva un ahora. Antes de poner los pies en el suelo siempre compruebo que Koba no se haya llevado la alfombra. Es horrible cada vez que espero un tacto calentito y me encuentro con un contacto directo con la plaqueta. Llevo tiempo queriendo cambiar aquello por madera, que de noviembre a marzo no se convierta en un cubito de hielo. Tal vez el próximo invierno.
Hoy hay alfombra, menos mal. También está Koba tirada en ella. Se le ve perezosa. Normalmente me despierto y comienza a ladrar, revoltosa esperando jugar a primera hora del día y a pesar de mi pesadez mañanera y en ayunas. Son las 8.00 a.m. Detrás de la persiana aún no existe el día, pero amenaza con empezar a asomar. Ducha con agua hirviendo y café caliente, de los que tardan en enfriarse, tanto que normalmente me tomo el último sorbo con el abrigo, la bufanda y el gorro puesto. Siempre elijo el mismo, un regalo que mi madre me compró en Noco hace un par de años, el único con el que me veo bien, o al menos creo que me sienta bien.
Hoy me he puesto botas de nieve. Llevo otro calzado para cambiarme en la tienda, pero de mi casa a allí hay un montón de obstáculos, mucho hielo y poca nieve con la que apetezca jugar. Menuda nevada nos ha caído este año. No hay ni un solo niño a la vista. Después de estas últimas heladas, los colegios siguen cerrados. Normalmente son muchos los que bajan calle abajo con sus padres camino de las escuelas; y sí, a veces, entorpedeciéndome el camino, algo que me sienta mejor o peor dependiendo del día. “¡Otra vez en casa Clara! Yo ya no sé dónde meter a la niña”. Mi hermana estaba desesperada. Tampoco me extraña. Adriana tenía 5 años, lista como un rayo, cantarina más que habladora y, por si fuera poco, en casa 24/7.
El camino no era largo. Algo que me gusta de Segovia es precisamente eso, que en ningún trayecto te cansas -a no ser que sea agosto-. Vivo a pocos metros del Acueducto. Desde aquí a la Plaza Mayor es cuestión de unos minutos, incluso ahora, sorteando restos de nieve. Siempre puedo dedicarle un paseo distendido, mirando a un lado y otro; y rara vez no descubro algo nuevo, diferente a lo que vi el día anterior. Cuando no es una persona que no me suena de nada, es el dibujo de una fachada que siempre había pasado inadvertido, o una piedra más vieja que las demás, de la pared de una casa con la que luego fantaseo o invento historias; o, incluso, un olor nuevo saliendo de una pastelería. “¡Buenos días, Clara! ¿Te pasas hoy al café?” Sofía solía gritar mucho. De lado a lado de la calle o de lado a lado de la ciudad. Daba igual. Siempre iba tarde, siempre iba corriendo, nunca podía pararse a hablarte bajito a esas horas…
En Mi Piel daba la sombra. Eran las 10.00 de la mañana y por allí Lorenzo no asoma hasta más tarde. No hay día que no abra aquella persiana y me salude el olor a piel de su interior. Dicen que el olfato se acostumbra, el mío debe ser un poco especial. He quedado a las 10:15 con el repartidor. Felipe no suele ser muy puntual así que sé que me dará tiempo a preparar la tienda para que esté lista a las 10.30. “Dejaré este hueco para colocar las nuevas maletas”. Mis padres me han enseñado todo lo que sé del negocio. Antes que yo fueron ellos, aunque, a pesar de la jubilación, todavía pasen más tiempo en la tienda que en casa. Mi padre siempre me dice que un buen escaparate es la mejor estrategia. ¡Trabajo me costó que se acostumbraran a la tienda online! Aún siguen preguntándome si los likes son en Facebook o Instagram.
Las mañanas de enero son intensas. En Mi Piel siempre tenemos un montón de descuentos, incluso algún año, como este, que se extienden hasta febrero. Bolsos, cinturones, guantes… Cuando un cliente sale de la tienda, a mí siempre me gusta pensar dónde irá con esa maleta, qué le espera por ver, qué aeropuertos va a pisar o sobre qué ciudades va a volar. Desde pequeña me ha encantado viajar. Casi siempre lo hacía con mi familia, con mis padres y mi hermana Sandra. Aún recuerdo el último viaje a Oporto cuando Sandra se…
“Buenos días, Clara. Hoy solo me he retrasado 10 minutos”.
2 comentarios sobre “El repartidor siempre llega tarde”